Feyerabend también criticó la imagen institucionalizada de la ciencia como autoridad moral y cultural. En su opinión, la ciencia moderna se había convertido en una especie de religión secular, con sus dogmas, sus jerarquías y su fe en la razón pura. Los científicos, en lugar de ser buscadores libres de verdad, corrían el riesgo de transformarse en burócratas del saber, defensores de un sistema cerrado que descalifica toda forma de conocimiento distinta —desde las tradiciones populares hasta la filosofía o el arte—. En Adiós a la razón (1987), Feyerabend llega a sostener que la ciencia debe situarse “al mismo nivel que otras tradiciones de conocimiento”, sin reclamar un privilegio especial en la búsqueda de la verdad.
Detrás de estas provocaciones se esconde una idea profunda: el conocimiento humano es esencialmente plural y contextual. No existe un punto de vista neutral ni un método único capaz de describir el mundo en su totalidad. La ciencia es una construcción cultural —brillante, pero histórica—, y sus teorías deben entenderse como formas de interpretación entre muchas otras posibles. De hecho, Feyerabend defendía que el contacto con otras tradiciones (filosofías orientales, cosmologías indígenas, mitologías, artes) podía enriquecer la propia práctica científica al recordarle sus límites y abrir nuevas perspectivas.
Su concepción del científico, por tanto, no es la del sabio distante y aséptico, sino la del rebelde epistemológico: alguien que no teme contradecir las normas de su tiempo, que explora caminos alternativos y que reconoce la dimensión humana —emocional, retórica, incluso estética— del conocimiento. Feyerabend creía que esta actitud no solo favorecía la innovación científica, sino también una cultura más democrática. En una sociedad libre, decía, la ciencia no debe ocupar un trono, sino dialogar de igual a igual con otras formas de saber.
Paul Feyerabend fue, en definitiva, un defensor apasionado de la libertad intelectual. Su figura sigue incomodando tanto a los defensores del cientificismo como a los relativistas extremos, porque su pensamiento combina irreverencia con lucidez. Recordarnos que “no hay método que garantice la verdad” no significa rendirse al irracionalismo, sino aceptar que el conocimiento es una aventura humana, creativa y siempre inacabada. En un mundo cada vez más tecnocrático, su mensaje resuena con fuerza: el científico auténtico no es quien obedece las reglas, sino quien se atreve a reinventarlas.