Karl Popper (1902–1994) fue uno de los filósofos de la ciencia más influyentes del siglo XX, y su pensamiento marcó un giro decisivo en la forma de entender qué distingue a la ciencia del resto de los saberes humanos. Nacido en Viena, en el seno de una familia culta y de origen judío, creció en un ambiente intelectual vibrante, influido por el Círculo de Viena, aunque pronto se distanció de su positivismo lógico. En su juventud se interesó por la física, la psicología y la pedagogía, y vivió de cerca la agitación política y social del periodo de entreguerras. Su rechazo al dogmatismo —tanto el político como el científico— lo llevó a exiliarse en Nueva Zelanda durante el ascenso del nazismo, y más tarde a establecerse en el Reino Unido, donde desarrolló la mayor parte de su carrera académica. Su experiencia vital en un siglo convulso reforzó su convicción de que el pensamiento crítico y la apertura al error son condiciones esenciales no solo de la ciencia, sino también de una sociedad verdaderamente libre.
El núcleo del pensamiento de Popper gira en torno a una idea sencilla pero revolucionaria: la ciencia no progresa acumulando verdades confirmadas, sino descartando errores. Frente al ideal positivista de verificar las teorías mediante la observación, Popper propuso el criterio de falsabilidad: una teoría científica debe ser susceptible de ser refutada por la experiencia. No basta con que una teoría “funcione” o se confirme muchas veces; lo que la hace científica es que pueda, en principio, ser probada falsa. Así, mientras el psicoanálisis o el marxismo, según Popper, parecían explicar cualquier hecho imaginable y por tanto no podían ser refutados, la física de Einstein, en cambio, hacía predicciones tan precisas que una sola observación contraria podría haberla invalidado. Para Popper, el conocimiento avanza mediante un proceso de “ensayo y error”: los científicos proponen conjeturas audaces, las someten a pruebas rigurosas, y aprenden de los fracasos. Este método —que él llamó “racionalismo crítico”— convierte la ciencia en una empresa esencialmente autocorrectiva, en la que no hay verdades definitivas, sino hipótesis cada vez más refinadas que sobreviven a las pruebas más severas.
La influencia de Popper en la ciencia y en la filosofía del conocimiento ha sido profunda y duradera. Su énfasis en la crítica y la falibilidad ayudó a desterrar la idea de que la ciencia ofrece certezas absolutas, subrayando en cambio su carácter provisional y revisable. Este enfoque no solo impactó en disciplinas como la física o la biología, sino también en la epistemología, la metodología científica y la filosofía política. Su defensa de la “sociedad abierta” —una comunidad que progresa mediante el debate y la crítica racional— extendió su pensamiento más allá de la ciencia, hacia una ética del diálogo y la libertad intelectual. En un mundo donde las ideologías y los dogmas siguen intentando monopolizar la verdad, el legado de Popper nos recuerda que el progreso depende de nuestra disposición a reconocer el error, a cambiar de opinión y a aceptar que todo conocimiento humano es, en última instancia, una aproximación imperfecta a la realidad. Su filosofía, más que un sistema cerrado, es una invitación permanente a pensar con valentía y humildad: a conjeturar, refutar y volver a empezar.
