📘 Bertrand Russell y la crítica al razonamiento inductivo

Retrato de Bertrand Russell (1936)

Bertrand Russell (1872–1970) fue uno de los grandes pensadores del siglo XX, figura clave en la lógica matemática, la filosofía analítica y la reflexión epistemológica. En su obra Los problemas de la filosofía (1912), Russell ofrece una exposición clara y accesible de los fundamentos del conocimiento humano, y entre los temas que aborda con mayor lucidez se encuentra la crítica al razonamiento inductivo: la pregunta por qué confiamos en que el futuro se parecerá al pasado.

Russell toma como punto de partida la observación de que gran parte de nuestro conocimiento se basa en la inducción, es decir, en la inferencia de leyes generales a partir de la repetición de casos particulares. Por ejemplo, suponemos que el sol saldrá mañana porque siempre lo ha hecho; o que el fuego quemará porque así ha ocurrido en el pasado. Pero, ¿qué justifica este salto del pasado al futuro?

Russell retoma aquí un viejo problema que ya había formulado David Hume: el de la justificación de la inducción. En la vida cotidiana y en la ciencia partimos de la experiencia pasada para inferir lo que ocurrirá en el futuro. Creemos, por ejemplo, que el sol saldrá mañana porque siempre lo ha hecho, o que el agua apagará el fuego porque así ha ocurrido innumerables veces. Pero, ¿tenemos una razón lógica para esperar que esa regularidad continúe?

Según Russell, el razonamiento inductivo —pasar de una serie de casos observados a una ley general o a una predicción futura— no puede justificarse lógicamente. Toda inducción presupone que “la naturaleza es uniforme”, es decir, que los mismos tipos de causas producirán los mismos efectos. Sin embargo, esta suposición no se deduce de la experiencia: es más bien una creencia previa que usamos para interpretar la experiencia misma. Intentar demostrar la validez de la inducción recurriendo a la experiencia es caer en un círculo vicioso: justamente lo que se cuestiona es si la experiencia pasada garantiza el futuro.

Para ilustrar el problema, Russell propone ejemplos sencillos y memorables. Imaginemos, dice, un pollo de granja que cada mañana recibe su ración de comida y, tras muchas repeticiones, infiere inductivamente que el granjero es su benefactor. Pero el día que llega la Navidad, la inferencia se derrumba. Con humor británico y precisión lógica, Russell nos muestra que el razonamiento inductivo, por muy útil que sea, no ofrece certeza, sino solo probabilidad basada en la costumbre y la expectativa.

Esta crítica no pretende destruir la ciencia, sino aclarar su alcance. La ciencia se apoya en la inducción porque funciona, pero no porque esté demostrada su validez lógica. Russell distingue así entre lo lógicamente cierto (como las verdades matemáticas o lógicas) y lo probablemente verdadero (como las generalizaciones empíricas). Su análisis introduce una dosis de modestia epistemológica: el conocimiento científico no es un sistema de verdades absolutas, sino una estructura de hipótesis verificables y revisables.

Con esta postura, Russell se sitúa en la tradición del empirismo crítico: reconoce la importancia de la experiencia, pero advierte que la experiencia, por sí sola, no basta para fundamentar la certeza. Lo que tenemos no es conocimiento perfecto, sino confianza razonable. En ese sentido, su pensamiento prepara el terreno para las reflexiones posteriores de Karl Popper y la filosofía de la ciencia del siglo XX, donde la verdad deja de ser definitiva y pasa a ser un ideal regulativo, algo hacia lo que se avanza mediante conjeturas y refutaciones.

La crítica de Russell al razonamiento inductivo nos recuerda, en última instancia, la fragilidad racional de nuestras creencias más firmes. Seguimos confiando en que el futuro se parecerá al pasado no porque lo hayamos demostrado, sino porque no podemos vivir de otro modo. La inducción, aunque lógicamente insegura, resulta psicológicamente inevitable y prácticamente indispensable: es el puente precario, pero necesario, entre la experiencia y la esperanza.

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